Libro Romano van der Dussen en castellano (primera parte)

 

 

 

Mi pesadilla española

12 años inocente en la prisión

© Romano van der Dussen, Edwin Winkels

I. Con chanclas a la celda

Tenemos algunas preguntas para usted

Ya no hace un calor tan sofocante como ha hecho durante todo el verano, pero aún hay bochorno y empiezo a marearme. Todo el mundo se queja de la ola de calor que no parece tener fin. Estamos a principios de septiembre, y todavía hace 30 grados. Agosto era un infierno. Rozando los cuarenta grados, durante semanas. Por la noche apenas refrescaba, era imposible conciliar el sueño. Miles de personas han muerto por el calor, sobre todo gente mayor. No me siento bien. A lo mejor son las cervezas que me he tomado, y ese sol en mi cabeza. No me bebo la última lata, que además ya debe de estar tibia. Me tengo que ir de aquí, guarecerme del sol. Ya casi son las tres de la tarde. Llevo desde las diez y media en la playa de Fuengirola.

Me levanto, aún me mareo más. Me pongo las chanclas, ya que la arena quema. En el paseo me quito la arena de los pies. Meto la toalla en la bolsa de plástico, junto con un bote de crema solar y esa lata de cerveza.

Mucha gente se marcha. Es hora de comer para los españoles. Los guiris se quedan en la playa, todo el día tumbados; con este calor ni piensan en comer. Se nota la playa más tranquila, después del fin de semana. Para los trabajadores, los obreros de la construcción y los funcionarios se terminaron las vacaciones de agosto, aunque los niños aún no van al cole. Muchos están con sus abuelos en la playa.

Son cinco minutos caminando a la estación de autobuses. No importa mucho cuando llego ahí, cada media hora sale un autocar a Torremolinos. Me adentro en una callejuela estrecha. Al final hay un pequeño centro comercial cubierto, ahí hace un poco de fresco.

Un coche de policía se detiene delante de mí. Un Citroën Picasso, el coche habitual de la Policía Nacional. Bajan dos agentes. Quiero continuar al centro comercial, pero uno de ellos me para.

—¿Es usted Romano van der Dussen?— me pregunta, en castellano. Romano, eso es fácil de pronunciar para él. Lo demás no. Mi apellido lo dice como Banderdusen, como todo el mundo aquí.

—Sí, soy yo. ¿Por qué?

—¿Conoce a esta hombre? —El agente me enseña un retrato en blanco y negro, dibujado con lápiz. Veo el rostro de un hombre joven con mucho pelo, rizado u ondulado. Me recuerda un poco a un amigo mío. Una cara ancha, no parece antipático, Aunque si la policía te enseña un retrato robot, seguramente algo habrá hecho…

—No, no lo he visto en mi vida. —Apenas le presto atención. Quiero irme de aquí, refugiarme del calor, refrescarme en el aire acondicionado del autocar.

—¿Nos acompaña, por favor?

—¿A dónde?

­—A comisaría.

—¿A comisaría? No. ¿Por qué?’ Mi castellano no es muy bueno, pero este tipo de palabras no son difíciles.

—Tenemos algunas preguntas para usted. —El otro agente nos observa desde unos metros, no se mete en la conversación.

—Pues, pregúntenme. ¿No lo puede hacer aquí?

—No, aquí no puede ser. Tiene que venir. En comisaría le haremos las preguntas.

—Que no vengo, me voy a casa.

—Entonces le tengo que detener.

Me echo a reír. Detenerme. Me paso al inglés. —Why? Si no he hecho nada.

—Eso se lo dirán en comisaría.

Ya me estoy hartando de las gilipolleces del policía. ¿Qué coño quiere? Acabo de salir de la playa, me quiero ir a casa, a Torremolinos. ¿Y ahora me van a arrestar, aquí en Fuengirola?

—Me puedes hacer las preguntas aquí mismo­, —le digo­— y me puedes decir aquí mismo porqué me quieres detener.

—Usted no me va a decir a mí cómo tengo que hacer mi trabajo —contesta.

Me coge del brazo. Ahí se equivoca. —¡No me toques! ­—le grito. A mí no se me toca así, y menos cuando me acabo de tomar unas cervecitas.  Me lo quito de encima, le cojo del brazo y lo giro un poco. El tío grita, qué exagerado.

El otro agente se me echa encima y me pega con su porra. Ahora sí que me enfado de verdad. Aquí estoy, en medio de la calle en bañador y con una camiseta, solo una bolsa de plástico en la mano y me están pegando. ¿Qué les pasa? Llegan dos agentes en moto. Los otros dos ya me tienen agarrado de los brazos, entre los cuatro intentan reducirme. Tiro las piernas al aire y con el talón de un pie le doy una patada al capot. Vaya bollo.

Al final logran colocarme las esposas, con mis manos a la espalda, y arrastrarme hacia un lado del coche. Abren la puerta trasera y me empujan para dentro. Cierran la puerta de un golpe, lo intento abrir con las manos en la espalda, pero debe llevar una cerradura especial, como la de los niños. Me encolerizo. Quiero salir. Me apoyo en el respaldo y le voy dando patadas al plexiglás que me separa de los asientos delanteros. El cristal se agrieta, pero no logro romperlo del todo. Los agentes suben al coche y los dos me miran; en su boca se dibuja una sonrisa.

 

Eres un puto violador

Son solo unos pocos minutos en coche hasta la comisaría. Lo conozco, ya he estado más veces. Pero nunca me llevaron de esta manera.

—¿Por qué estoy aquí? ¡No he hecho nada!

No me dicen nada y me llevan a un despacho. Hay un escritorio con dos sillas  y un armario, poco más. Me colocan en una de las sillas ante el escritorio. Un agente se  sienta delante de mí, los otros se quedan de pie, detrás de mí.

—¿Dónde estabas la noche del 9 a 10 de agosto, entre las cuatro de la madrugada y las seis de la mañana? —me pregunta.

La noche del 9 de agosto. Hace tres semanas. ¿Qué voy a saber yo? Ni siquiera sé qué día era. Salgo bastante de noche, casi siempre en Torremolinos o Benalmádena, veinte kilómetros de aquí. Casi siempre después del trabajo, aunque ahora mismo ya no tengo un empleo. Hasta la semana pasada trabajaba las tardes y noches en la heladería de Irene, una mujer alemana. Ella lo llevaba de día, yo le relevaba sobre las seis. Me encargaba de la caja y del personal y todo. Trabajaban dos o tres camareros; no solo era una heladería, sino también coctelería. Después del cierre sacaba el dinero de la caja y se lo llevaba a Irene. Ella confiaba completamente en mí. Pero a finales de agosto, después de todo el ajetreo del verano, Irene ya no podía más. Se había divorciado y tenía la custodia completa de su hijo. Era demasiada faena para ella, así que cerró el negocio y lo puso a la venta.

A menudo después del trabajo quedaba como mis amigos ingleses. Con Frank. O Marcus. La madre de éste, Conny, tiene un apartamento en Benalmádena. Puedo quedarme ahí a dormir cuando quiero; lo hice sobre todo en mis primeros años aquí. A veces duermo a la vuelta de la esquina, en la playa de Roca Chica. Pero normalmente me voy a mi apartamento en Torremolinos.

¿Dónde estaba hace tres semanas? ­—¿Qué día fue ese? —pregunto al agente.

—Un sábado —dice—, la noche de sábado a domingo.

Ah, vale, entonces creo recordar. Teníamos una fiesta en casa de Conny. Éramos muchos. Estaban Frank, Marcus, y la propia Conny, y la hija de ella. Y otros conocidos de ellos.

Se lo digo a los agentes, que estaba en una fiesta en Benalmádena. —Frank se fue a casa esta semana, a Inglaterra, pero tengo su número de teléfono, lo pueden llamar cuando quieran —les digo­.— Y también tengo el de Conny.

El agente me empieza a gritar. —¡Mentira!— Dice que testigos me vieron esa noche en Fuengirola. Entiendo esas palabras, aunque me cuesta. Habla rápido, con ese deje andaluz; cuando los andaluces hablan rápido, tragándose media palabra, apenas los entiendo.

—Quiero llamar a mi cónsul— digo.— Y quiero un intérprete. No os entiendo y no me puedo defender en castellano. Y quiero un abogado. Soy holandés, soy europeo, tengo mis derechos aquí.

—Nada de derechos —grita el agente.— Estás en España, no en Holanda.— Y me vuelve a hacer exactamente la misma pregunta. —¿Dónde estabas la noche del 9 al 10 de agosto?

—¡Llama a mis amigos! Estaba con ellos.

Me pega con la mano en la cara. Se ha terminado el interrogatorio.

Me llevan abajo, a los calabozos. Otros agentes me están esperando. Me miran con desprecio, uno de ellos me da un puñetazo en el estómago. Me hacen entrar en una celda.

Un agente con un manojo de llaves me sigue. ­—Eres un puto violador— me espeta a la cara.

¿Violador? Conozco la palabra. —No soy ningún violador. ¿Es por eso que me habéis traído aquí?

—Sí. Te gusta pegar a las mujeres. Tu novia con una botella de cerveza. Y ahora estas mujeres. Violarlas, pegarlas, robarlas. ¿Comprendes?

No, no entiendo nada. Sí, eso de la botella sí. Eso fue hace unos dos años. Se llamaba Martina. Era belga. O es, pero desde hace tiempo que no la veo. La conocí cuando trabajaba en el hotel Hilton de Schiphol, el aeropuerto de Amsterdam. Era un buen empleo. Pasé la criba mintiendo un poco sobre mi pasado y mi currículo. Me dieron un contrato de cinco años, o sea que me veían con capacidades. Incluso fui trabajador del mes, y me hicieron una entrevista en la revista de Hilton. Trabajaba en el catering, como camarero. Había gente adinerada que tenía una fiesta en su casa y encargaba el catering de alto nivel en el Hilton. Y siempre sobraba mucha comida, casi todo se tiraba después. Cada vez me llevaba algo a casa: bistecs, entrecots, ensaladas… Nunca tenía que cocinar.

Vivía en un barrio en el oeste de Amsterdam, era perfecto. Una promotora compraba viviendas en mal estado y en barrios degradados y las alquilaba a precios muy bajos, para que no entraran okupas u otra gente. Por trescientos florines tenía un piso en la calle Van der Hoop.

Un piso bueno, un empleo bueno. Por fin las cosas me iban bien. Hasta que volví a cometer errores.

Martina se presentaba muchas mañanas en el lobby del Hilton, con ropa muy ligera, y siempre pedía una copa de vino blanco. Y eso mientras los huéspedes aún estaban con el desayuno. O sea, se notaba a qué venía. Ella no era la única prostituta. Tenía reservada una habitación donde podía atender a sus clientes. A veces charlábamos un poco. Llegó un momento cuando me dijo: —Tengo habitación tal y tal. Cuando hayas terminado de trabajar te puedes pasar un rato, si quieres.

Claro, un tío joven como yo no se resistía a eso. Así que un día subí a la habitación. Así empezó nuestra relación.

Por las tardes y noches Martina trabaja en De Wallen, el barrio rojo. Por 150 florines alquilaba un escaparate. Todo lo que ganaba demás se lo quedaba. Y ganaba bien, apartaba mucho dinero para ahorrar. Y me pagaba mis gastos a mí; yo no tenía problemas con el trabajo que hacía. Hasta que venían amigos míos a Amsterdam y me decían: —Eh, Romano, estuve con tu chica anoche…— Eso no lo soportaba. Y se lo dije a ella, que no tenía que acostarse con mis amigos, pero claro, ella no sabía quiénes eran mis amigos.

Al final no lo aguantaba más. Y en el trabajo las cosas me iban mal también, me acusaban de engañar a clientes con sus tarjetas de crédito. Y me lesioné en una caída en el hotel. De un momento a otro, estaba harto de Holanda. Quería venirme a España, junto con Martina. Había visto un anuncio en el periódico de un bar en Torremolinos, De Babbelaar. El dueño era holandés y buscaba personal. Quedamos en Amsterdam y me ofreció un puesto para los meses de verano, con alojamiento incluido, pero después de nuestra conversación no me volvió a llamar. Fue cuando pensé: pues puedo viajar a España por mi cuenta y buscarme trabajo ahí.

Martina me acompañó. Ella pagaba el alquiler de un apartamento en la plaza de Andalucía de Torremolinos. Pero aquí volvió a ejercer de prostituta. En eso no habíamos quedado, ella iba a dejarlo. Y lo podría haber aceptado si trabajase con condón, pero se negaba. La mayoría de nuestras discusiones iban de eso.

Una noche, en una terraza, las cosas se desmadraron. Yo me cansé de una discusión en un bar y me fui afuera, con una cerveza. Ella salió también y montó un espectáculo… Gritos, llantos, todo el mundo lo podía ver. Le dije que se calmara, pero nada. Me gritaba, me pegaba… Fue entonces cuando le rompí esa botella de cerveza en la cabeza.

La gente en la terraza llamó a la policía, que nos llevó a comisaría. A ella le vio un médico, pero no tenía mucha cosa; un chinchón en la cabeza, pero nada de sangre ni rasguños. A mí me hicieron unas fotos y me sacaron las huellas dactilares.

Cuando días después tuve que comparecer ante el juez le expliqué lo que había pasado… Le pregunté que qué haría él si su mujer o novia fuese una puta. Sí, lo repetí varias veces, una puta. Y que sin un preservativo no solo se jugaba su propia vida, pero también la mía. Eso a mí no me dio derecho alguno para pegarle con una botella de cerveza en la cabeza, por supuesto; eso lo reconocí. Fue culpa del alcohol; yo no tengo que beber demasiado, me pongo violento.

Marina no compareció ante el juez y tampoco presentó ninguna denuncia, así que no me acusaron ni me juzgaron por nada. Ni juicio, ni condena, ni nada. El intérprete le dijo al juez que yo era buena gente.

Después seguimos un tiempo más nuestra relación. Hasta que volamos a Bélgica. Cuando aterrizamos en Zaventem, el aeropuerto de Bruselas, la policía nos detuvo en el control de pasaportes. Enseguida pensé: ¿Me habrá denunciado finalmente? ¿Y lo ha hecho en Bélgica, por alguna razón? Pero no, la policía solo venía a por ella. Existía un busca y captura contra ella, por haber robado a clientes suyos.

Martina acabó en la prisión de Amberes. La fui a visitar un par de veces. Me dijo que la dejaban en libertad provisional siempre y cuando tuviese una residencia fija para que los de la reinserción pudiesen localizarla siempre. Me pidió que alquilara un piso para ella, o nosotros. Me lo pensé, pero decidí que era mejor no hacerle ese favor. Si lo hiciera no me podría despegar de ella, y no era una buena relación para mí. Me volvía loco. No volví más a la cárcel; después de la segunda visita la abandoné. Nunca más he vuelto a verla.

¿Violador? No, jamás en mi vida. —No soy un violador— le digo al policía.

—Peor— me dice.— Has violado hasta a tres mujeres. No te hagas el tonto.

Intento no alterarme. Violación. No puede ser verdad. Tal vez solo intentan provocarme. ¿Pero entonces, para qué me han arrestado?

El agente cierra la puerta de barrotes, me dejan solo. Esposado, con las manos en la espalda. Me duelen los brazos, no siento las manos. No puedo ni sentarme ni tumbarme bien. Me estoy mareando de nuevo.

Hace una hora estaba en la playa. Ahora me encuentro aquí, en bañador. Nadie sabe que estoy aquí, y nadie me echará de menos, al menos estas primeras horas, o primeros días. Tengo amigos en la Costa del Sol, pero no los veo a diario, y tampoco tengo a familia aquí. Vivo solo, en un apartamento en Torremolinos, la calle Montemar. Frank volvió a Brighton. Yo tenía una relación con su hermana, Theresa. Terminó, pero a Frank le seguía viendo, entre nosotros había buen rollo. Durante sus vacaciones nos veíamos día y noche. Pero ahora nadie me echará a faltar si no aparezco algunos días. Nadie se preocupará por mí. La policía puede hacer conmigo lo que quiere.

Mis padres tampoco me echarán a faltar. En Nochevieja del 2001 volví a pedir a mi padre dinero, cuando pasaba unos días en Holanda. Me dio 4.000 florines. Le prometí que se los devolviera. Habrá pensado que jamás los volvería a ver… Me dio la pasta porque supongo que prefería tenerme lejos, en España, y no cerca, en Holanda. Mis padres han sufrido ya demasiado por mí.

Desde esas fiestas en casa en Oudkarspel, al lado de Alkmaar, la ciudad del mercado de quesos, no los he vuelto a ver; desde hace años y medio que no viajo a Holanda. Pero esos 4.000 florines se los he devuelto ya.

Con ese dinero podía pagar mi apartamento. Y además recibo un pago desde Holanda. Me resbalé en el Hilton cuando acababan de fregar el suelo. Un accidente laboral, concluyó el médico forense. Me pasaba algo en el tobillo, por lo que durante un tiempo apenas pude caminar. Yo lo exageraba un poco, y me dieron una minusvalidez temporal del ochenta por ciento, por lo que me tocaba esa prestación. Me venía bien, porque ya me querían despedir en el Hilton.

Todo me duele. Empiezo a gritar, de que me quiten las esposas. —¡Me duelen las muñecas! ¡No siento las manos! ¿Estoy en la celda, no? ¡Pues ya no hace falta tenerme esposado!

Después de unas horas baja un policía. Abre la puerta, y dice que me calle. Pues no me callo. Estoy furioso. Él no va a decidir cuándo me he de callar.

Saca la porra y se me acerca. —¿Aún eres un bocazas? ¿Quieres chupar ésta con esa boca tuya?— Me mantiene la porra delante de mis ojos.

Tres otros agentes también entran, todos sacan la porra. Me empiezan a pegar, los cuatro a la vez. En mis brazos, mis muslos, mi espalda, mis riñones, mi barriga. Me dan en la cabeza también, y noto que sale sangre de mi boca y mi nariz.

No sé cuánto dura. De repente, uno de ellos dice basta. —Puto violador­— susurra otro. Abandonan la celda y vuelven a cerrar la puerta. No me han quitado las esposas.

 

Mamá me cree

La siguiente mañana me vienen a buscar. De nuevo un interrogatorio, el mismo despacho. El policía, que debe ser comisario o algo, empieza con la misma pregunta que ayer.

—¿Dónde estabas la noche del 9 al 10 de agosto?

—Sin intérprete no voy a contestar más preguntas. Mi español no es tan bueno.

—¿Hablas inglés? Ahora mismo no tenemos ningún traductor holandés aquí.

—Sí, inglés está bien.

Después de unos minutos entra una mujer. Es policía también. Dice que sabe un poco de inglés. Lo habla peor que yo el castellano, pero prefiero hacerlo así, en inglés. Y a lo mejor en presencia de ella serán menos agresivos.

Repite la pregunta.

Ya me sé la respuesta con toda seguridad; lo he estado calculando en la celda. Fue la noche de sábado cuando la fiesta en casa de Conny.

—Estaba con amigos, teníamos una fiesta, en Benalmádena —le digo. Repito sus nombres y digo que tengo sus números de teléfono, que los tienen que llamar para que se lo confirmen. Los agentes hacen como si no me escucharan, no les interesa.

—Tenemos testigos que vieron cómo esa noche atracaste y violaste a una mujer. Y poco después agrediste y robaste a dos mujeres más.

—Eso es un disparate. Casi nunca vengo a Fuengirola, y aún menos por la noche. Y esa noche estaba en Benalmádena, lo acabo de decir.

Bueno, en realidad vengo más a menudo a Fuengirola, pero de día, para comprar un poco de marihuana, pero eso no se lo voy a decir. Y es verdad que de noche nunca estoy aquí; aquí no tengo nada que hacer, no tengo sitio donde dormir. —Estáis perdiendo vuestro tiempo conmigo. Tenéis que llamar a mis testigos. Y quiero un intérprete de verdad, no una policía que habla fatal el inglés. Y quiero a un abogado. Y quiero hacer una llamada.

La agente me dice que estoy oficialmente imputado por violación, robo y agresión a tres mujeres y que no hay nada que puedo hacer contra eso.

Se me cruzan los cables, empiezo a gritar que están mintiendo, que se están equivocando. Me siento completamente impotente, no puede ser que esto me está pasando a mí. No soy un santo, eso es verdad. Pero ¿un violador? Jamás. Y no me parezco en nada a ese tipo del retrato robot, tiene el pelo mucho más largo y rizado que yo.

Me pegan otra vez, para que me calle. Me empujan en la silla.

Me dicen que puedo hacer una llamada por teléfono, tengo derecho a eso. ¿Qué hago? ¿Llamo al consulado holandés? No me sé el número, me lo tendrían que averiguar.

Llamo a casa, a mamá. Ella es la única que cree en mí, más que papá, siempre he tenido unos lazos muy especiales con ella. De joven a veces me sentía con ella en el sofá y fumábamos un porro juntos. Cuando papá llegaba a casa se enfadaba porque olía la maría y nos veía a nosotros con los ojos rojos y riéndonos.

Le cuento que estoy preso en Fuengirola. Que dicen que he violado a una mujer. He cometido muchísimas estupideces en la vida, pero nunca haría algo así. Se lo digo, y ella me cree. Ella sabe cómo soy, y que yo he sufrido con su violación. Toda nuestra familia lo ha padecido. Sobre todo ella misma, por supuesto. He visto lo que una violación ha hecho con mamá y jamás en la ida podría hacerle algo así a una mujer.

Mamá solo tenía catorce años cuando un hombre de color la violó. Ella venía de ambientes católicos, así que no podía abortar. Tuvo una niña mestiza, siendo ella una adolescente en una comunidad pequeña. Todo el mundo se la quedaba mirando cuando iba por la calle. Para mi hermanastra, Jolanda, también ha sido terrible. Nunca se sintió aceptada y no recibió amor, porque mamá siempre veía en ella el rostro del violador. Cuando mamá conoció a papá, él hizo absolutamente todo para Jolanda. Le pagó el colegio, y sus estudios. Pero no sirvió. Ella se sentía excluida. Acabó en la prostitución y consumiendo drogas. Tuvo un marido, con el que tuvo dos hijos. Él murió joven. Poco después, ella se suicidó.

Así que sé qué hace una violación con una mujer. Y en este caso con dos mujeres, madre e hija. Por eso mamá me cree cuando le cuento por qué soy inocente. Le pido que se lo explique a papá, y que si él puede avisar al consulado holandés. Solo me está permitido una llamada hoy.

Después de la llamada me devuelven a los calabozos. Tengo que orinar, y me lo permiten, menos mal. Me quitan las esposas. La orina es oscura, casi roja. Sangre. Me toco la nariz, mis labios. Hay costras, sangre coagulada. Y pequeñas heridas que me duelen. Me cogen las manos de nuevo, las ponen en mi espalda. Vuelvo a escuchar el clic de las esposas.

 

¿Cuándo estuve la última vez en Fuengirola?

—¡Levántate! El juez te quiere ver. —Una nueva mañana. Me llevan arriba, pero antes pasamos por los baños. ­—Arréglate un poco ­—dice un policía mientras me quita las esposas. Me limpio la sangre de la boca y la nariz. Justo debajo de mi nariz se ha partido la piel.

—¡Date prisa! —me bufa el agente. Me duelen las piernas, están llenas de moratones. Levanto la camiseta y veo que un costado del cuerpo está morado también. No me puedo ver la espalda bien, aunque me giro un poco delante del espejo. Cuando me toco ahí me duele.

En el despacho hay dos hombres vestidos de paisano. Uno es mi abogado, dice. Pro deo. Me lo han asignado. Dice que tengo que firmar unos papeles, es una formalidad. Todo en castellano. Vuelvo a pedir un intérprete, pero no hay. El abogado dice que firme, que sino no pueden llevarme ante el juez. Lo hago.

En menos de cinco minutos me conducen a los juzgados. De nuevo me encierran en una celda. Me quitan las esposas y me dan un bocadillo y una botella de agua. Cuando me vienen a buscar -debe haber pasado ya más de una hora- me vuelven a poner las esposas, pero ahora con las manos delante, y no en la espalda. Ya era hora.

Hay una intérprete, pero no es holandesa. Es una mujer española que habla inglés. Preferiría contar mi relato en mi propio idioma, pero ahora al menos puedo contestar bien y de manera clara a través de ella, mi inglés es mejor que mi castellano. Mejor así que nada.

Primero el juez me pregunta quién soy. Romano Riberto van der Dussen. Es casualidad que ni nombre suena español. Papá quiso inscribirme en el registro como Romanov, pero el funcionario no se lo permitió, que eso no era un nombre, así que le quitó la v. Riberto es el nombre de mi padre, aunque todo el mundo le llama Rob.

—¿Tiene que ver usted algo con la agresión a tres mujeres en la noche del 9 al 10 de agosto en Fuengirola? —Otra vez la misma pregunta. Respondo que no tengo nada que ver con eso. Que estaba en Benalmádena, con un amigo, Frank Donnelly, digo, por enésima vez.

Que si puedo demostrarlo. Doy los números de teléfono de la madre y del hermano de Frank. —Frank regresó la semana pasada a Inglaterra —digo.

—¿Cuándo estuvo por última vez en Fuengirola?

Necesito pensar. ¿Cómo quieren que recuerde exactamente todas esas cosas? Pero de repente me acuerdo: estuve a mediados de agosto, para coger el bus a Coín, donde me alojé durante una semana en el hostal de una tal Melanie. Le pueden llamar a ella también, si quieren verificarlo.

Y qué hacía ahí, en Coín, me pregunta. ¿Para qué quiere saber eso? Aunque enseguida me doy cuenta. Hace dos semanas encontraron ahí una chica asesinada, Sonia Carabantes; los periódicos llenaron páginas y páginas, y no paraba de salir en la televisión. Tenía diecisiete años, fue estrangulada, poco después de asistir a la feria del pueblo.

—Visitaba a una amiga, apenas salí del hostal.

—¿Tampoco durante la fiesta mayor?

­—No, qué va. No me movía.

El juez no me pregunta por la chica. Toda la Costa del Sol está en shock: debajo de las uñas de la joven hallaron restos de la piel de su asesino. Se defendió y le arañó. Y el ADN que encontraron coincide con el de una colilla que encontraron al lado del cuerpo de Rocía Wanninkhof y que en su momento no relacionaron con su posible asesino. Esa chica, de solo diecinueve años, hija de un padre holandés, fue asesinada hace cuatro años en otro pueblo cercano. Condenaron a una amiga de su madre, le dieron quince años de prisión. Toda España la ve como una bruja, un monstruo. Pero según ese ADN podría ser inocente. Ahora, todos los agentes en la Costa del Sol están buscando al asesino de verdad. La gente tiene miedo, porque hay fiestas en todos los pueblos, y la juventud está hasta altas horas en la calle, o se mueve de un pueblo a otro.

También a mí me sacaron saliva para la prueba de ADN.

—¿Y después regresó a Fuengirola?

—No, solo antes de ayer, cuando me detuvieron.

—¿No estaba usted en Fuengirola en la noche del 9 al 10 de agosto, donde a las 4.30 de la noche agredió a una mujer en la calle Miguel Bueno, causándole lesiones muy graves, agresión sexual y sustracción violenta de varios efectos personales?

—No, ese no fui yo. Ni sé dónde está la calle Miguel Bueno.

—¿Y no agredió poco después en circunstancias similares a otras dos jóvenes, una en la avenida de Mijas y otra en la calle Sevilla?

—No, no tengo nada que ver con eso, ya se lo he dicho. ¿Y es por eso que los policías me han pegado una paliza? ¿Eso es normal?

Por suerte mis manos están esposadas delante, las puedo utilizar. Levanto mi camiseta. —Miren esto: todo morado, eso lo han hecho los agentes. Con sus porras. Y aquí, debajo de la nariz, tengo una herida. Y orino sangre. Quiero denunciar a la policía de Fuengirola por lo que han hecho conmigo.

El juez le pregunta algo a uno de los policías. Aquel cuenta que durante mi detención era muy violento, y que necesitaban aplicar todas sus fuerzas para poder esposarme.

El juez no entra más en detalle. —¿Recientemente se ha hecho cortar el pelo? —me pregunta.

—No.

—¿No es cierto que ha agredido en múltiples ocasiones a mujeres diferentes, habiendo sido denunciado por ello algunas veces?

—Una vez —digo— pegué a una exnovia. Se llamaba Martina, pero no presentó denuncia y no fui condenado por eso.

Estoy furioso, en un pequeño cuarto, con mi abogado y la intérprete delante de mí. Les estoy gritando, porque esto no puede ser verdad… El juez ha ordenado que no salgo en libertad. Tampoco bajo fianza, aunque ni siquiera dispondría del dinero. Dice que hay riesgo de fuga porque según él no tengo residencia fija. Ahora, el abogado quiere que firme unos papeles en el que acepto la sentencia del juez. Claro que no lo firmo. Esto es injusto. ¡Soy inocente! ¡Tengo una coartada! ¡Que llamen a esos amigos míos! Y aun si quieren seguir con la investigación, que al menos me dejen libre mientras. ¿Riesgo de fuga? Entregaré mi pasaporte, y me presentaré tantas veces en comisaría que hagan falta. Y tengo residencia fija, un piso en Torremolinos, donde están todas mis cosas. No quiero fugarme.

O tal vez sí, pero eso no se lo voy a decir a ellos. Esto no es normal. Si me dejarían libre, me marcharía directamente de aquí… Quien sabe de qué son capaces, después de todo lo que me han hecho ya.

—¿Pero no tengo derecho alguno aquí? —le pregunto al abogado.

Dice que él no puede cambiar nada de la sentencia del juez. Que me tengo que esperar en prisión el resto de la investigación.

—No firmo nada —digo.

Eso da igual, dice; me llevarán de todas maneras, si firmase o no. La Guardia Civil me está esperando. Esos son otros que la Policía Nacional. Y luego está la policía local. Así es en toda España. Sobran policías, pero te meten en una encerrona, te encarcelan en lugar de protegerte.

 

Aquí lo tienen

—Aquí lo tienen —dice el funcionario. Acaba de abrir la puerta hacia una de las galerías. Delante de sus celdas hay unos doce o quince presos. Todos me miran. Algunos llevan el periódico local en las manos, el Diario Sur. —Aquí lo tienen.

La Guardia Civil me ha traído a Alhaurín de la Torre, la prisión cerca del aeropuerto de Málaga. Primero pasé por algo parecido a una recepción, para todo el papeleo. Y tuve que quitarme toda la ropa y deponerla en una mesa. Un guardia me llevó a otra habitación, donde me miró cada parte de mi cuerpo desnudo. No lo hacía precisamente con suavidad, en cada movimiento mío que no le agradaba recibí golpes.

—A nadie le gustan los violadores y tipo de gentuza parecida —me dijo, con una mirada de desprecio—. Prepárate. No aguantarás mucho.

Me dijo que me volviera a vestir. —Está limpio —dijo a sus compañeros, que me llevaban enseguida al Módulo C, donde me entregaron a los guardias de ahí.

Con uno de ellos estoy ahora delante de la verja que da acceso a la galería.

Ya es por la tarde; esta mañana a las once estaba delante del juez. Aún no asimilo todo lo que ha pasado. Antes de ayer estaba en la playa. He pasado dos noches en los calabozos de la comisaría. Y ahora me encuentro en la prisión. Con al menos doce pares de ojos que me están mirando.

—Un paso para delante —dice el guardia. Me da un leve empujón en la espalda. La gran diferencia con la comisaría es que aquí no llevo esposas.

Aquí lo tienen. Las palabras resuenan en mi cabeza. Me tienen. El guardia cierra la puerta, me giro un momento cuando escucho el clic. Se aleja. Y sin que lo veo venir recibo el primer golpe, en mis riñones. Justo donde ya me dolía. Todos los presos se han acercado. Tres de ellos me rodean, me tocan.

—Hijo de puta, violador —me espeta uno.

—No soy un violador —digo.

Saca el puño y me da en la cara. No me aguanto de pie, me inclino sobre unas de mis rodillas. Otro preso lanza el puñetazo desde abajo, también en mi cara.

—Soy inocente —digo, medio atontado. —Aún se debe celebrar el juicio.

Uno se ríe. —Otro inocente. —Y también me pega. Me caigo. Lentamente, los demás se acercan también. Gritan. —¡Te mataremos! ¡Olvídate de los guardias­! —Y entonces empiezan a darme patadas. Me enrosco como un bebé, mis brazos rodeando mi cabeza. No tengo ninguna oportunidad de pedir socorro. Me alcanzan en todo el cuerpo, con sus zapatos y sus puños.

Entre dos piernas veo acercándose el guardia.

—¡Basta! —dice alguien. ¿Es el guardia? —¡Basta!

Escucho la llave en la puerta. Mi vista se nuble. Quiero decir algo, pero no puedo. Cierro mis ojos, se hace de noche.

 

Ya no queremos al chaval aquí

En la vida aprendí a defenderme. Nunca fui un santo. Y sé lo que es estar entre rejas. Conozco las leyes propias de la prisión, porque una vez estuve en una cárcel para jóvenes. Pero no como un presunto violador, que en la escala de los delincuentes ocupa casi el último peldaño, justo por encima del pederasta. La primera paliza en Alhaurín de la Torre no pronostica nada bueno. Sí, puedo seguir repitiendo que soy inocente, pero las cárceles están llenas de inocentes, si has de creer a todos ellos. Muchas veces no me he creído a otros, así que ¿por qué me iban a creer ahora los demás?

Nunca he violado a nadie. Tampoco han abusado de mí, por suerte. Aun así, debió de haber algo de mi juventud que tantas veces me hizo tomar el camino equivocado de la vida. ¿Era mi hermanastra Jolanda, porque reclamaba tanta atención? Tenía cinco años más que yo, y fue una fuente continua de problemas. Aunque yo mismo también lo era. Ya en primaria las cosas se torcieron. Nos habíamos mudado de Leiden, donde nací, a Alkmaar. Una y otra vez papá tenía que presentarse ante el profesor y el director del colegio. —Ya no queremos más a ese chaval aquí —le dijeron un día. Yo era muy movido, muy inquieto, y verbalmente muy presente. Nunca me callaba y nunca estaba de acuerdo con nada. Ni en casa ni en la escuela. Era difícil de educarme. Fuimos a un médico. Enseguida dijo que era hiperactivo, que fuera mejor que me tomara unas pastillas para eso. Ahora lo llamarían TDAH. Solo tenía seis o siete años. A los ocho, el cole se terminó para mí. Les dijeron a mis padres que sería mejor que me ingresaran en un reformatorio; así que en casa tampoco les molestaría tanto. Había llegado otra hermanita, Siebela. No debe haber sido fácil para mis padres; los problemas con Jolanda, mi comportamiento, y los cuidados de un tercer hijo. Siebela no era problemática, pero más tarde siempre diría que ella sufrió mucho porque toda la atención la reclamábamos yo y mi hermanastra, y que por eso nunca nadie se ocupaba de ella.

Me metieron en el internado de San Antonio de Bakkum, en la costa. Todo lleno de niños con TDAH como yo. No es bonito si no te sientes bienvenido en ningún lugar. Ni en el cole, ni en casa… Y es que yo no veía que era muy inquieto, que era intratable, que en casa no podían más conmigo. Solo veía que mi hermanastra era la intratable. Para mí era muy raro estar con mis padres en un despacho de protección de menores y escuchar: —Ese niño se tiene que abandonar la casa —cuando yo creía que la que debería irse era Jolanda. Eso es lo que pensaba entonces. ¿Por qué ella no fue a un internado?

El resto de los años de primaria los pasé en Bakkum. Después fui a una escuela normal de secundaria en Heerhugowaard. Nos habíamos mudado a Oudkarspel, un pueblo pequeño cerca de Alkmaar. En el instituto las cosas no me iban bien, cambié  de colegio pero nada… Volví a un internado, pero este era diferente, para niños mayores. Era un régimen más severo, y bastante más lejos de casa, a 140 kilómetros, en Zwolle. Como si nadie me quisiera tener cerca. Al principio las cosas no me iban mal ahí. Tenía trabajo, que formaba parte de la formación. Salí cada noche de domingo con un barco de pescadores a alta mar, pasábamos días pescando para regresar el viernes, con los frigoríficos llenos de pescado. En el muelle me correspondía una parte de los ingresos de las ventas. Me gustaba trabajar, era diferente que estudiar.

Pero cuando estaba los fines de semana en el internado, la liamos. Había bastantes delincuentes juveniles y yo les seguía. Esos chavales solo querían fiesta, alcohol, fumar porros. Se escapaban del reformatorio para robar dinero para poder comprar así la bebida y la maría. Y yo les acompañaba. Fueron hurtos, pequeños robos en una oficina de correos o un estanco en un pueblo cercano. Cortamos la cuerda para que no sonara la campanita o el timbre al entrar y el dueño, que estaba en el trastero, no se daba cuenta de que vaciamos la caja.

Un día no regresamos al internado. La dirección le llamó a papá, pero él tampoco sabía dónde estaba yo. No me atreví a llamarlo, porque seguro que me diría que volviese al internado. Entre unos chicos alquilamos un piso en Appelscha, a unos sesenta kilómetros, ahí nadie nos conocía. Forzamos la puerta de un parque de atracciones para robar y fumar al lado de la piscina… Y así en más lugares. Esa era nuestra vida. Siempre viajaba en tren sin pagar, y cometía pequeños robos.

Hasta que me pillaron, cuando tenía dieciséis años. Le había sustraído el bolso a una mujer en una estación de tren. Las cámaras de vigilancia me grabaron, así que sabían mi aspecto. Recuerdo que estaba delante del juez. —Veo que nada sirve ­dijo—. Ni reformatorio, ni internado… Vas de mal en peor. La única solución es encerrarte de verdad. —Me envió a la prisión juvenil de Zeist, en el centro de Holanda. Ahí tenía que quedarme hasta los dieciocho años.

 

Aquí lo llamamos el agujero

Después de unos días en la enfermería de Alhaurín de la Torre acaban de decidir que me he recuperado lo suficiente como para devolverme a la galería. No quiero. Casi me matan ahí. ¿Cómo voy a pasar de nuevo por esa puerta? ¿El funcionario volverá a decir lo mismo? ‘¿Aquí lo tienen?’ Y aunque no lo dijera… Nadie ahí dentro puede protegerme. Soy nuevo, aún no conozco a nadie. Seguramente antes de que haya encontrado protección, me han apalizado otra vez. O me han matado.

Desde la enfermería pude llamar por fin al consulado holandés en Torremolinos. También habrán pensado ahí que soy un violador. Es lo que me preguntó la mujer que me atendió, Brenda, cuando me visitó en la cárcel. Le repetí lo que siempre he dicho: de verdad, soy inocente. Pero la gente se cree antes a un policía o un juez, claro, así que todo el mundo piensa: si el juez decide mantenerlo en prisión preventiva hasta el juicio, seguramente es verdad de lo que le acusan. De los conocidos que tengo aquí en la Costa del Sol, nadie se ha interesado por mí. Bueno, sí, mis mejores amigos, el grupito de los ingleses. Hablé con ellos, y Marcus y Conny están dispuestos a quedarse más tiempo en España hasta que la policía les interrogue, para poder declarar que esa noche estaba con ellos. Pero la policía no les llama. De todos los demás no sé nada. Habrán visto mi nombre en el Diario Sur, que se encuentra en todos los bares. Romano R. V. D. D, un holandés de treinta años, rezaba la noticia. Detenido por agresión sexual y violación a tres mujeres jóvenes en Fuengirola. Reconocido por las víctimas y por una testigo. Es lo que habían leído los otros presos aquí también.

Brenda, del consulado, fue bastante clara ante el director de la prisión. —Lo que ha pasado, ha pasado, no podemos volver atrás, pero usted es responsable por la seguridad de Romano. Tiene que ser apartado del resto de los presos.

Es lo mismo que le digo al guardia que me viene a buscar en la enfermería.  Quiere llevarme al módulo C, donde hay dos hombres por celda. Le digo que no quiero, que no puedo, que de ahí no voy a salir vivo.

—Puedes pedir refugio —me dice—. Así te apartan, por petición tuya, y te meten en una celda de aislamiento. Aquí lo llamamos el agujero. No estarás ahí como castigo, sino de manera voluntaria. Ahí estarás completamente solo, y nunca tendrás contacto con otros presos. No serías el único que optara por algo así.

Una celda de aislamiento. Me da igual. Todo mejor que estar entre los otros presos. Si no, no llego vivo al juicio. Sea cuando sea. La justicia es lenta en España, dice todo el mundo. La prisión preventiva es de dos años, y se puede prorrogar por dos más si el juicio no se ha celebrado. ¿Por qué tienen que tardar tanto? Tienen mi relato, tienen a mis testigos, tienen el testimonio de las víctimas… Cuanto antes se lo quiero contar al juez. Y después seré un hombre libre.

Inmediatamente aceptan mi petición de aislamiento. Me entregan una manta y un tarro. En los pasillos reina el silencio. El guardia tiene que abrir dos puertas para poder entrar en mi celda; una puerta blindada con un pequeño visor y otra puerta de rejas. Contra la pared hay una cama de hormigón. En el suelo, en una esquina, hay un cubo y un mocho, sin asa ni palo. A unos dos metros de altura hay una ventanilla con rejas, y sin cristal. También veo una mesita de hormigón y una silla plegable. Es todo.

El guardia cierra la puerta detrás de mí. Esto tiene que ser un sueño malo, una pesadilla. No puede ser que esto me está pasando a mí. Enterrado en la soledad de una celda de aislamiento. De manera voluntaria, sí, porque no tengo otra elección. ¿Y para cuánto tiempo? ¿Hasta mi juicio? ¿Quién me viene a visitar aquí, quién me puede ayudar? Muchas veces lo he jodido en la vida, pero esto no es culpa mía, yo no tengo que ver nada con esto. Venía caminando de la playa, e instantes después estaba esposado y acusado de unos hechos asquerosos. Sí, por eso me enfadé cuando me detuvieron, pero aun así no me pueden tratar como hicieron. Y decir sin prueba alguna de que soy un violador. ¿Pruebas? No me han mostrado ni una. Según el abogado, dos de las tres víctimas me han señalado en el libro de fotos que tiene la policía. Y otra mujer me vio desde su balcón poco después de haber atacado una de las mujeres. A las cinco de la mañana, en plena oscuridad, desde un balcón… No creo que un violador se coloque debajo de una farola, así que me parece un misterio de que la mujer me hubiera podido reconocer. Y encima lo vio mal, porque yo seguro que no lo era. Me encontraba en una fiesta a veinte kilómetros.

Y ahora estoy aquí. No puedo hacer nada más. Me siento engañado e impotente… Triste, también. Tuve que decirle a mamá que me encierran por una violación. Ella me cree, seguro, pero para ella esto le vuelve a sacar a flote todo lo del pasado, tantos años después. ¿Hace cuánto habrá sido? ¿Treintaicinco? Sí, Jolanda hubiera tenido treintaicinco años ahora. Pero ella ya no está entre nosotros, y ahora mamá tiene que ver cómo encierran también a su hijo. ¿Quién me va a sacar de aquí? Mi abogado de momento no me sirve de mucho. ‘Tienes que firmar unos papeles,’ eso es todo lo que me ha dicho. Ni sé si puede recurrir la decisión del juez, se me olvidó preguntarle. Estaba demasiado enfadado como para pensar.

 

Están chalados

Tony Alexander King está en la celda de al lado. Su llegada fue todo un acontecimiento, todo el mundo sabía de inmediato que era él. Intenté hablar con él, porque tal vez es un compañero de fatigas.

¡Hey Tony, listen mate! I’m Romano, from Holland. Tengo que hablar contigo. ¿Puedes hablar? Estoy inocente aquí. ¿Tu también? —le pregunté a través de la ventana, gritando.

¡Yes! —me contestó, después de que se lo había repetido varias veces. Pero no quería hablar más conmigo.

Solo me puede pasar a mí: estoy en una celda colindante con la del hombre al que toda la Costa del Sol temía este verano. El asesino de Sonia Carabantes. Y por eso también el de Rocío Wanninkhof. Su exmujer lo denunció: la noche de la desaparición de Sonia él regresó a casa con rasguños en su cuerpo. Su ADN coincidía con el ADN que habían hallado debajo de las uñas de la chica. El mismo que se encontró en la colilla al lado del cuerpo de Rocío, hace cinco años. Esa clase tipo de evidencia no miente. Espero que a mí me servirá el ADN para demostrar mi inocencia, que se lo tomen en serio, el análisis. El tipo que agredió a esas tres mujeres debe haber dejado huellas, ¿no? Supongo que lo investigarán.

Primero pensé: King y yo nos podemos apoyar mutuamente, pero él no parece tener ninguna necesidad de eso. Los dos somos extranjeros, europeos, aquí presos en Málaga. Y además él debe estar también de manera voluntario en aislamiento, habrá pedido refugio igual que yo. Si has matado a dos chicas de la región, de aquí cerca, seguro que no sales vivo de la prisión cuando estés con los demás presos. Seguro que alguno es del mismo pueblo que una de las chicas, o que incluso conoce a la familia de las víctimas. Y si no, un encargo desde fuera se hace fácil: ‘Transfiero tanto dinero a la cuenta de tu mujer si tú te encargas de este tipo en la prisión…’ Aunque una cosa así incluso podrían hacerlo en este módulo de aislamiento, durante uno de los pocos instantes que todas las puertas de las celdas estén abiertas. Algunos me lo dicen cuando paso por delante de ellos. ‘Sé lo que has hecho… Y aunque vayas acompañado de un guardia, solo necesito un momento, uno solo, y se acabó. Yo no tengo nada que perder, ya llevo cuatro homicidios a mis espaldas, nunca saldré de aquí…’

Tengo que hablar con alguien. Llevo un mes aquí y poco a poco me estoy volviendo loco. Algunos gritan todo el día sin parar, ya están completamente chalados. Hay lugar para veinticuatro presos, doce aquí, y doce en la galería superior.

Estoy encerrado veintitrés horas al día. A las siete y media nos despierta algo parecido a una alarma aérea. Después le sigue el tableteo de las porras contra las rejas, que pone muy nervioso. Los guardias son tipos tristes, son como críos pequeños. Te quieren infundir miedo, asustar con ese ruido, hacerse notar, avisar de que están de camino. Te quieren humillar. Cuando abren el visor y miran adentro, tiene que estar encendida la luz y debes estar de pie, vestido, de cara a la puerta.

Media hora después regresan, con un palo para el mocho, un asa para el cubo y lejía para meter dentro. Entonces toca limpiar la celda. Vuelven a quitar el palo y el asa cuando terminas, porque ambas cosas podrían servir de arma. Un cuarto de hora después te llevan a los baños, donde has de vaciar el cubo y el orinal y donde debes lavarte y afeitarte. La cuchilla de afeitar has de devolver inmediatamente después de acabar; controlan bien que no lo escondes en ningún lugar.

A las ocho y media llega el desayuno. Un trozo de pan, un sachet de mantequilla y otro de mermelada. Siempre es mermelada de naranja, que lleva trocitos de piel; es muy agria. También hay mermelada de fresas, que dicen que es más dulce, pero que a mí nunca me lo dan. Para violadores y pederastas siempre hay naranja, dicen los funcionarios. Además te llenan el tarro con agua caliente, café disoluble y leche en polvo.

Después del desayuno son las horas más difíciles. No puedo hacer mucho más que sentarme en la sillita. No hay radio ni televisión, porque es un módulo de castigo, estés o no voluntariamente. Ya que lo he optado por el refugio, me he de adaptar a las leyes del agujero. Pedí libros, y me los han dado, por suerte; ahora estoy leyendo uno de John Grisham, La firma. Solo tienen libros en castellano, pero eso me va bien, leer en español, así voy aprendiendo. Tumbarte en la cama es imposible: por la mañana se llevan el colchón y no lo devuelven hasta la noche.

A la una es la comida. A veces no está mal. Ensalada con un poco de atún, gazpacho y un trozo de pan, es llevadero. Te dan un plato de plástico, un vaso de plástico con agua, y cubiertos de plástico, con una servilleta. En los diez minutes que hay para comer dejan las puertas abiertas, mientras los guardias pasean por la galería, siempre con las porras tocando las rejas. Tacatacataca… Después has de entregar todo. No son tontos. Un cuchillo de plástico lo puedes fundir un poco, si tienes fuego, y si encima tienes una cuchilla de afeitar para pegarla, ya te has fabricado una buena arma blanca. O rompes el cuchillo por la mitad, y cuando está roto está bastante afilado.

En algún momento de la tarde puedo salir al patio, por estar voluntariamente en aislamiento. Los que están aquí por castigo no salen al patio nunca. Me dan una hora, aunque nunca sé cuándo; puede ser a la dos, a las tres o a las cuatro. Los presos de los módulos normales ocupan el patio toda la mañana. Ellos saben dónde estamos, así que cuando miro por la ventanilla – solo llego cuando me pongo en la mesa – empiezan a gritarme de todo.

Al revés es aún peor. Cuando yo estoy en el patio, los otros presos se colocan detrás de sus ventanillas. Me gritan, me insultan, escupen o incluso intentan mear encima de mí. A Tony King le cae de todo. ‘¡Hijo de puta! ¡Asesino! ¡Puto violador! ¡Palmarás aquí!’

Cuando tengo visita, paso por la galería normal. Entonces me escupen también, y me dicen de todo, siempre es lo mismo. El guardia no dice nada, porque él me odia también. Opina que los otros presos están en su derecho, porque soy un violador. Si fuera un violador, tendrían razón, porque realmente sería una persona abominable. Pero no lo soy.

Intento mantenerme en forma. En el patio hago flexiones y corro un poco. Pero una hora es poco tiempo. Después me hacen entrar, y otra vez todas esas horas vacías, hasta la cena. Esa es entre las seis y las siete, pero no sabes nunca cuándo llegará. En cuanto te lo dan tienes diez minutos para terminarlo, igual que al mediodía. A menudo es arroz o pasta, con tomate frito. Nada más. La salsa no lleva ni carne, ni pescado ni verduras. Y otro trozo de pan. Veo que me estoy adelgazando. No tomo cerveza, también se nota.

Después de la cena devuelven el colchón y por fin puedes tumbarte. Está lleno de piojos, que son más molestos que las cucarachas, aunque es difícil acostumbrarme al aspecto de esas últimas. Cuando apago la luz y estoy acostado, escucho cómo entran. Muchas cucarachas juntas hacen suficiente ruido como para oírlas. Cuando fuera hay mucha luz de luna, veo sus antenas por el borde de la ventanilla. Y cuando por la noche me despierto y mis ojos se acostumbran a la luz, las veo hormiguear por el suelo. Son cucarachas grandes, largas, marrones. Cuando amanece aún no han desaparecido todas. Entonces las aplasto, las oigo crujir. A veces me siento una cucaracha yo mismo, excretado por la sociedad, odiado por todo el mundo; doy asco, causo repugnancia, todo el mundo me esquiva, la justicia me aplasta…

Hace unos días se rompió la monotonía diaria cuando un guardia me trajo tres cartas. Primero las tenía que abrir en su presencia; luego él las miraba, a ver si no había drogas u otra cosa, supongo. No las leía. Tampoco podría leerlas, las dos que estaban escritas en holandés, de papá y del consulado. La tercera era de mi abogado.

Primero intenté leer la del abogado, pero eran todas copias de documentos del juzgado, en una jerga jurídica que apenas entendía. Dejé los papeles de lado y cogí la carta del cónsul. Ese me escribió que está en contacto con mi abogado y, a través del ministerio de Exteriores, con mi familia en Holanda. También me contaba que el juez ha encargado una rueda de reconocimiento en el que me tengo que alinear con algunos otros hombres para que las víctimas o testigos señalen el sospechoso. Y me escribía que han enviado mi saliva a un laboratorio forense en Madrid para analizar el ADN, y que también rastrean mis huellas dactilares. Finalmente me explicaba que ha hablado con el director de la prisión y que para este mes tendrá alguna visita.

Papá intentaba escribirme palabras de ánimo, de que ellos siguen creyendo en mi inocencia, de que confían en que pronto quedaré libre, de que todo ha sido un gran malentendido. Mis padres no pueden venir a España, los dos tienen problemas de salud.

 

Yo, y tres españoles morenos

Me han dado una lata de refresco y un bocadillo. Esta mañana, la Guardia Civil me vino a buscar a la prisión para traerme a los juzgados. Desde la furgoneta policial no pude ver nada del entorno, pero sentía la libertad, sentía el mundo. Me imaginaba la autovía por la costa, a la izquierda las vistas sobre el Mediterráneo. Y a la derecha los pueblos blancos en las colinas. Los oasis verdes de los campos de golf. Todas las grúas erguidas, porque cada vez construyen más casas y bloques de apartamentos. Desde hace un mes que no puedo ver nada de todo eso, pero parece que haya sido mucho más tiempo, un tiempo interminable… Al principio contaba los días que llevo en prisión, pero pronto lo dejé de hacer. Solo hacía que el tiempo pasara aún más lento. Me volvería loco si seguiría contando.

Se abre la puerta, entra mi abogado. Se llama Manuel Delgado, apenas lo conozco. Sé por qué me han traído: la rueda de reconocimiento de la que ya me habló el cónsul. El abogado me explica el procedimiento. Estaré con tres otros hombres en una fila y tengo que mirar hacia delante, a un espejo. Detrás del espejo estarán las mujeres que fueron agredidas en Fuengirola.

—¿Encontraron al hombre que lo hizo? ¿También estará en la rueda? —le pregunto.

—No, esto es para ver si te reconocen a ti. Dos de las tres ya te identificaron en un libro con fotografías de la policía. Dijeron que el agresor fue un hombre de complexión fuerte, grande, y que por su manera de hablar parecía un extranjero, un europeo. Aunque no estaban muy de acuerdo en describir tu cabello. Una dijo que llevabas el pelo rubio y largo, otra hablaba de moreno y rizado.

—¿Me reconocieron? ¡Pero si yo no fui!

—Una de las tres tenía sus dudas. Pero la otra mujer, que se encontraba en su balcón en una de las calles donde ocurrió, también te identificó en una foto.

—No puede ser —digo—. Imposible. Ya dije que estaba en otro lugar, ¿no?

—Ya, lo sé. Y lo llamativo es que ninguna de esas mujeres te señaló la primera vez cuando repasaban el libro de fotos, cuando denunciaron los hechos poco después de que fueron agredidas. Dos semanas más tarde, la policía las volvió a enseñar los libros y ahora así te identificaron a ti como el autor. Son cosas que podremos utilizar en el juicio. Junto con el resultado de la rueda de reconocimiento, espero.

 

Pues no, el resultado de la rueda no lo podremos usar en mi beneficio. Ya lo sé nada más pisar la salita blanca, muy iluminada. Soy el último, los otros tres ya están ahí. Hablan entre ellos, rápido y animado, en ese acento andaluz. Los tres miden media cabeza menos que yo. Y tienen el pelo más moreno y una tez mucha más oscura que yo. Cuando me detuvieron aún tenía un poco de color de la playa, de la vida fuera, del verano. Ahora estoy pálido como la luna.

Doy unos pasos adelante y pico al espejo. —No estoy de acuerdo con esto —digo, y señalo a los otros tres.

Las tres mujeres fueron violadas o agredidas por un extranjero, un europeo, un hombre grande, según dijeron ellas. Yo ni siquiera mido tanto, no llego al metro ochenta, pero sí que soy más alto que los otros tres hombres en la rueda de reconocimiento. Y soy el único extranjero, eso es muy evidente.

No hacen caso a mi protesta. Tengo que ponerme detrás de una línea roja y me dan un cartón que tengo que mantener delante de mí. Lleva el número 4. Los números 1, 2 y 3 están a la derecha. Ya me imagino lo que está pasando detrás del espejo. No conozco a las mujeres, pero ellas ahora sí piensan conocerme a mí. Sin duda alguna.

 

­—Te han reconocido —dice mi abogado. Primero solo puedo reír, no sin ironía.

—Claro, es lógico, ¿no? —le digo. —Era el único rubio entre tres españoles morenos, bajitos. ¿Eso es normal, aquí?

—No, oficialmente no está permitido. Según el protocolo debe haber en la rueda personas que no son muy diferentes que el sospechoso. No hace falta que tengan las mismas condiciones físicas, pero no pueden tener una procedencia evidentemente diferente, como ahora fue el caso.

—¿Y ahora qué? ¿Ahora me han identificado y esa es una prueba?

—Sí, para el juez sí. Pero ya he recurrido la rueda.

 

Latas de atún a cambio de protección

Si hay algún hombre que pueda protegerme aquí dentro, ese es él. Alius, se llama. Un lituano. Es un gigante. Mide dos metros de alto y dos de ancho, por todos los anabolizantes que toma. Y está loco de remate. Salido de una película. Todo el mundo le teme, incluso los guardias. Está en aislamiento porque mordió a otro preso y con los dientes le sacó un par de trozos de carne. Era portero de una discoteca en Marbella, siempre iba al gimnasio. Mató a dos personas. Y también sería capaz de matar aquí dentro, con sus manos. Cuando estaba en el módulo normal, me explicó, pegó una vez con el puño en una mesa del comedor, que se partió por la mitad.

Necesito protección, también aquí en el agujero. Porque hay momentos que los presos nos cruzamos por el pasillo, o que las celdas están abiertas. Durante el desayuno, las comidas, la limpieza… Y solo hace falta uno que haya recibido un encargo desde fuera para darme una paliza, o peor. Son tantos aquí dentro que ya no tienen nada que perder.

Alius habla alemán, así entramos en contacto. Suele ser cuando salgo al patio que podamos hablar un poco, o que le pueda gritar algo, mejor dicho.

—Tú me compras algo a mí, y nadie te molestará —me dijo.

Con él como protector no tengo que temer a nadie, porque saben que si me harían algo a mí luego les tocaría a ellos. Nadie se atreve a llevarle la contraria a Alius, o enfrentarse a él. Cuando se tiene que ir a algún sitio vienen cuatro guardias para decirle que ponga las manos en la espalda para poder esposarlo. —¿Y si no lo hago? —se ríe. Juega con ellos.

Le pago doce latas de atún y cinco garrafas de agua por semana. Eso se lleva casi toda la prestación que aún recibo de Holanda. Pero no tengo otra elección. Papá también me manda dinero, para tarjetas de teléfono y sellos. —¿Dónde se va todo ese dinero? —me pregunta. Papá debe pensar que lo gasto en hachís y marihuana, pero de verdad que no utilizo el dinero para eso. Le he explicado que lo gasto en protección. —Pero esto es Europa, ¿no? —dice. No se puede imaginar que en España pasan este tipo de cosas en las prisiones. Y que las cucarachas cruzan encima de mi plato. Si dices que esto es Marruecos, o el Bangkok Hilton, o como en el Expreso de Medianoche, entonces sí te creen. Pero, ¿en España? Pues sí.

A Alius no le importa mucho, para él la prisión de aquí es mucho mejor que en su país. Hace lo que quiere, incluso estando en el agujero. Puede llamar las veces que quiere. Yo no, tengo derecho a una llamada por día. Y aun así el guardia me dice a menudo que el teléfono está ocupado el resto del día, que no hay sitio.

No puedo comprar nada extra, cosas buenas para la comida o algo, porque gasto todo mi dinero en la protección. Y en sellos. Escribo mucho; a mamá y papá, a las autoridades holandesas, a instituciones. Cuando lo pido, me dan dos hojas de papel y un lápiz, y un sobre. Una vez terminado de escribir pico el timbre; debo entregar el sobre abierto, porque quieren ver lo que pone en la carta. No se pueden escribir cosas negativas de la prisión. Tal vez es por eso que nunca recibo respuesta de Boris Dittrich. Ya le he escrito varias veces al parlamento holandés en La Haya, donde es diputado, pero puede ser que aquí ni han echado las cartas al buzón.

Le escribí a Dittrich que a lo mejor aún me recuerda, de los tiempos que él era juez en Alkmaar. Fue él quien me mandó a la prisión juvenil. Le pregunté si podría ayudarme, como líder del partido D66. Le expliqué que estoy preso en España, pero que soy inocente. Y que las condiciones son pésimas.

Esto me vuelve paranoico. No hay nadie que me escucha o que me cree. Quiero irme, pero no puedo. Continuamente pienso: soy inocente, pero eso da igual, me quedaré aquí para siempre. También se lo escribí a papá: papá, nunca más saldré de aquí.

 

Mis padres tampoco se merecen esto. Cuando a los dieciocho años salí de la detención juvenil permitieron que, pese a todo, volviese a casa. Mamá siempre dijo: es tu hijo, no lo vas a dejar en la calle. Se llama Hannie, de Johanna. Trabajaba dos días a la semana limpiando una casa, los demás días estaba en casa. Mi hermana también vivía aún en casa, por supuesto, cuando yo regresé. Siebela era una chica normal y buena. Luego se fue a la academia de policía. Vaya contraste: su hermano en una prisión juvenil y ella iba a ser policía. Después trabajó en la policía militar y le enviaron a Afganistán. Es vegetariana, no bebe, no fuma, no usa drogas… Es la chica normal de la familia, pero ha sufrido por nuestra culpa, la mía y nuestra hermanastra. Seguramente a ella no le gustaba que yo volviese a casa.

Encontré rápido trabajo, en el turno de noche en una compañía de transportes, cargando camiones. Quería ganar dinero para poder alquilar un piso. Encontré uno, pero claro, otra vez me equivoqué: lo compartí con un tal Oliveira, un traficante de drogas. No era buena compañía. Menos mal que en ese tiempo conocí a Marieke, era una chica maja. La única mujer normal y decente que he tenido en mi vida, creo. Era guapa y simpática. Su padre me permitió trasladarme a su casa, viviendo en el altillo.

Ahí las cosas me iban bastante bien, durante un tiempo. Hasta que me enganché al juego. Gastaba todo el dinero que ganaba en la empresa de transportes. Cada vez que había cobrado me iba directamente al salón de juegos. Aún ahora no entiendo nada de porqué lo hice, porque a una máquina nunca le puedes ganar. Metes unas monedas y de vez en cuando te devuelve algo; te pones eufórico y crees que con ese dinero puedes ganar aún más. La primera vez llegué con cinco florines y salí con cien. Eso está bien, así se hace, pero entonces no has de volver ahí enseguida y meter en el tragaperras todo el dinero que acabas de sacarle. Y aún más. A veces estaba jugando en cuatro máquinas a la vez, metí un florín tras el otro. Así me enganché. Perdí miles de florines. Una vez mil doscientos en un día; me puse furioso, rompí el tragaperras con los puños.

Papá pensó que la única manera de desengancharme fue mandándome a una clínica de desintoxicación de adicciones. El me lo pagaba; ha pagado tanto por mí. El terapeuta de la clínica me empezaba hablar también de los porros, que fumaba demasiado, que también tenía que desengancharme de eso. No, no, le dije, estoy aquí por mi adicción al juego, quiero ser tratado de eso. Los coffeeshops están abarrotados de gente, fumando un porro no le hago mal a nadie, ni a mí mismo. Pero en una clínica piensan de manera diferente, quieren evitar cualquier tipo de tentación. Eso me jodía, porque me decían que iban a erradicar ‘todo lo malo’ dentro de mí. Pero fumar un porro es una cosa muy mía. Fumar cigarrillos es peor, más dañino para la salud.

Me desintoxiqué rápido del juego, nunca más he vuelto a jugar a las máquinas. Pero no me desenganché por el tratamiento o algo. Era más mi propia voluntad; con una adicción, tu mismo has de ser consciente que no te lleva a nada, que solo perjudicas a ti mismo y a tu entorno. Lo he dejado todo, solo los porros no. Otras drogas, como el éxtasis o la cocaína, nunca me llamaron mucho.

También fue en esa clínica, en Breda, que conocí la que sería la madre de mi hija. Monique. Era una mujer atractiva. Estaba ingresada por fumar cocaína y heroína, crack, y un juez le había enviado ahí. Con ella tenía sexo en la clínica. No estaba permitido, lo controlaban, pero era fácil engañarlos un poco. Encendí la ducha y cerré la puerta desde fuera; así el vigilante pensaba que yo estaba duchándome, pero mientras hacíamos el amor en mi habitación, a escondidas. Cuando descubrió que estaba embarazada, Monique quería salir de la clínica, antes de que el bebé naciera.

Pero no te dejaban salir tal cual, y menos en un caso como ella, que estaba ahí por orden judicial. Había un vigilante con pistola, un calibre .38, que impedía que cualquiera se fugara. Pero Monique descubrió un truco para marcharse. Conoció a un hombre en Dordrecht      que tenía una fundación para ayudar a ex-presos. El los facilitaba trabajo y un piso, en teoría. Con su ayuda, Monique podía demostrar que ya estaba desenganchada, que podía llevar una vida normal; él le facilitaba un justificante y en la clínica se lo creyeron. Pero era toda mentira. La fundación no daba empleo ni vivienda, el hombre sólo facilitaba los papeles y nada más, para que Monique pudiese abandonar la clínica. Ella misma nos alquiló un piso.

Ahí, en Dordrecht, nació nuestra hija, Romana, en el 2000. Yo tenía 27 años, y no tenía nada que hacer. El trabajo en la empresa de transporte ya lo había perdido, por supuesto. Después de un tiempo, ya no nos quedaba más dinero para pagar el alquiler. Monique regresó a Breda, donde podía instalarse en casa su madre, junto con Romana. Nos separamos, pero yo no quería volver a mi casa. Pensé: me he de ir lo más lejos posible. A través de un anuncio en un periódico encontré un piso en Kerkrade, en el extremo sur de Holanda; ahí quería construirme una nueva vida. Trabajé por una agencia de trabajo temporal en la restauración, sobre todo en restaurantes y en el hotel Park Plaza de Valkenburg, un pueblo muy turístico. Pero a la gente de ahí, del sur de Limburgo, no les caen muy bien los que somos del oeste y norte, de las grandes ciudades… Era duro, me sentía excluido. Incluso a mucha gente era difícil de entenderle, con un acento muy raro. Después de unos meses decidí irme a Amsterdam; con la experiencia que había adquirido seguramente podría encontrar trabajo en la restauración. Y así fue, en el Hilton de Schiphol, el aeropuerto.

Ahora ya son tres años que no veo a Monique y Romana. A través de otros me llega cómo les va. Monique es una mujer decente ahora, una buena madre. En cuanto me quedo libre regreso a Holanda. Para ver a mis padres, por supuesto, pero también a mi hija. Me pregunto lo grande que será ahora. Y si se parece un poco a mí.

 

Papá, ¡el ADN no es mío!

¡Por fin! Ya lo pedí tantas veces; en el juzgado de instrucción número 3 de Fuengirola ya estarán cansado de mis cartas, pero no los voy a dejar en paz. Y mi abogado también presentó varias veces una solicitud oficial, la primera poco después de mi detención. Ahora es junio, ya llevo nueve meses aquí, y por primera vez recibo una noticia alentadora. Está en una carta de mi abogado, que han traducido en el consulado. Por fin han comparado unas muestras de ADN. En una de las víctimas, la mujer que fue violada, hallaron en su vello púbico el ADN de un hombre desconocido. O sea, lo tenían desde el primer instante, pero se negaron a contrastarlo con el mío, no llegaba nunca ningún resultado. Hasta que en abril comparecí de nuevo ante el juez, a petición propia, porque quería hacer una declaración en holandés, y entonces se lo pedí de nuevo: practica la prueba del ADN y se mostrará mi inocencia. Y llama a esos amigos míos, hágales declarar. Volví a dar todos los números, de los Murphy en Benalmádena, Conny y su hija, que me conocen bien. Y volví a resaltar que no me parezco en nada al sospechoso del retrato robot. El juez acusó recibo y nada más. Le dije que había escrito una carta a la reina Beatriz de Holanda, y otra al Corte Europeo de los Derechos Humanos, explicando de cómo me han tratado aquí después de mi detención. Pero fue como hablase con una pared. O solo a mi intérprete, una mujer de las Antillas Holandesas que hablaba bien el castellano. Le dije al juez que había tenido que esperar nueve meses para por fin poder contar mi historia en mi propio idioma. Y le pregunté si le parecía normal, eso. Si la justicia en España funciona de esta manera.

Incluso llegué a dudar del resultado de la prueba del ADN. A lo mejor lo falsificarían, si les urgía un autor de los delitos. Pero no, ¡mi ADN no coincide con el del hombre desconocido que dejó huellas en el cuerpo de la mujer! Y tampoco han encontrado en mi ropa muestras que me relacionarían con las tres mujeres. Y las huellas dactilares que descubrieron en un coche en el que se había apoyado el violador no son mías tampoco. Nueves meses han tardado para descubrir algo tan sencillo. Pero prefiero no pensar en el tiempo perdido. Ahora está escrito en negro sobre blanco: yo no fui. Ni en esta mujer, ni en las otras dos, que no fueron violadas pero sí agredidas sexualmente. Porque según la policía debe ser el mismo hombre, porque las agresiones tuvieron lugar en poco tiempo, una detrás otra, en un radio de apenas ciento cincuenta metros, y el violador actuaba en los tres casos de la misma manera.

Esta evidencia debe ser suficiente, ya no pueden acusarme. El ADN pesa más que la declaración de las mujeres, pues la policía sabe que las víctimas, por culpa del trauma, no siempre pueden recordar todo con nitidez. Si no tienen una prueba concluyente contra mí, no me pueden detener más tiempo ni condenarme. Mi abogado ya pidió en marzo la libertad condicional, pero lo rechazaron. Les dijo que la cárcel me perjudica mucho, que los médicos me han tenido prescribir calmantes. De nada sirvió. Pero esto lo cambia todo, ¡ahora está en negro sobre blanco!

 

—¡Papá, el ADN no es mío! —Casi lo grito por el teléfono. También papá está aliviado. Y tiene más noticias buenas para mí. Recibió cartas de mis amigos ingleses en las que escriben que me conocen bien y que yo estuve con ellos en Benalmádena y Torremolinos toda esa noche de agosto. Papá les había pedido esas declaraciones y ahora los enviará a mi abogado, que igual que la policía pasó de contactar con mis amigos. Frank está incluso dispuesto en volver a viajar a España para repetir su declaración ante el juez. Papá me dice que también ha vuelto a mandar algo de dinero para tarjetas de teléfono y sellos.

—¿Me puedes llevar al patio ahora ya? —le pregunto al guardia cuando acabo de colgar el teléfono y él se haya apuntado el número al que acabo de llamar. Necesito salir un momento, ver el cielo azul; ya es verano otra vez. Son los últimos días veraniegos que paso en la cárcel, dentro de poco podré volver a disfrutarlos en la playa.

El guardia es complaciente, al contarle lo del ADN. Para él también es diferente saber que no soy un violador. Eso cambia las cosas. —Pero aún no has llegado al final ­—me dice—, la justicia aquí no va muy rápida.

No quiero escuchar eso ahora. Esta película de horror empieza su última función, estoy convencido. Es la última vez que se desarrolla ante mis ojos, cada momento que me encuentro solo en la celda, cada noche antes de dormir. Si logro dormir. Con los calmantes me es un poco más fácil. Ya no quiero pensar en cuánto tiempo llevo aquí dentro, voy a pensar en positivo. Luego escribiré una carta al ministerio de Justicia en Holanda, para informarles de mi nueva situación. Los he escrito más veces, pero nunca he recibido respuesta alguna. Pero ahora tienen que saber que el ADN no coincide, así ellos tampoco pueden seguir pensando que seguramente seré culpable. Ahora deben tomar el asunto en serio, porque soy un ciudadano holandés, que no dejes encarcelado inocente en algún lugar del mundo. Y menos en España, un país de la Unión Europea.

Deberían saber cómo uno se siente aquí dentro. Cada día que pasa es un día menos que puedes vivir en libertad. Todo el tiempo que paso aquí no me lo devolverá nadie.

 

En mis sueños soy un hombre libre

Los días se convirtieron en semanas, y las semanas en meses. Y los meses en ya más de un año. Al final los he contado, todos esos días, cuando esta mañana vinieron a buscarme. El guardia abrió las dos puertas y me dijo que recogiera mis cosas. Salté, ¿no sería verdad? Catorce meses en aislamiento, en el agujero, y por primera vez me hacían coger mis cosas.

—¿Soy libre? Le pregunté. No sé si reía, o le miraba con extrañeza o esperanza. De todos modos debo de haber parecido menos triste de lo que me he sentido los últimos meses. Pero la pesadumbre regresó de inmediato después de la respuesta del funcionario.

—No. Te vas a otra prisión.

Lo que me quedaba de mi mundo acababa de derrumbarse. No he recibido ninguna respuesta a mis solicitudes de liberación, solo que son rechazadas, sin explicación alguna. Y me estoy cansando de mi abogado; no ha logrado absolutamente nada. Mientras, él sigue en la calle, puede hacer lo que quiere, igual que el autor real de las violaciones, igual que el cónsul que de vez en cuando viene a visitarme y cada vez me promete que las cosas saldrán bien.

Que todo saldrá bien… Nadie puede entender cómo me siento.

Catorce meses de celda aislamiento. Unos 425 días, totalmente solo, veintitrés horas al día. Eso son casi diez mil horas. Diez mil horas para dormir, pero también para reflexionar. Continuamente. Porque no acepto mi situación, porque esto solo me hace sentirme frustrado y enfadado.

Cuando esta mañana dejé la celda, con todo lo que fui capaz de llevarme, no sabía si estar contento con que me iba a otro sitio.

—¿Dónde voy?

—A Granada. Orden de la Dirección General de Instituciones Penitenciarias.

—¿Por qué?

—No me lo preguntes a mí.

De alguna manera me había acostumbrado al agujero en Alhaurin de la Torre. Ahí me conocían, ya sabían que yo no era ningún violador. Aunque eso no me convenció de mezclarme con los otros presos, no quería correr ese riesgo.

Y ahora no sé qué puedo esperar aquí en Granada. Estoy esperando en una celda hasta que me digan algo. La Guardia Civil acaba de entregarme. —Buena suerte —me dijo uno de los agentes. Good luck. ¿Cómo es en holandés? A veces no me salen las palabras. Hablo poco holandés en la cárcel. Solo cuando llamo papá y mamá, y cuando me vienen a ver del consulado.

 

—¿Romano Banderdusen?

Levanto la mirada, dos guardias están al otro lado de las rejas.

—¿Sí?

—La dirección ha estudiado tu expediente y ha decidido que vayas a un módulo especial.

—¿Las celdas de aislamiento?

—No, un módulo para pederastas, violadores, asesinos de mujeres. Gente como tú. Solo así podemos garantizarte tu seguridad. Probablemente es la razón por la que te han mandado aquí.

Repasan mis cosas. Después me toca a mí mismo. Son menos brutos que cuando llegué a Alhaurín de la Torre. ¿Sabrán aquí de mi ADN?

—Sabéis que no soy violador, ¿no? Que soy inocente.

—Sí, por supuesto. La cárcel está llena de inocentes.

—¡Pero el ADN no es mío!

—No nos importa un pepino, no sabemos nada de eso. La dirección ha repasado tu expediente, nosotros no.

Aun así no son desagradables. Uno me pregunta de dónde soy.

­—De Málaga, eso ya lo sabéis.

—No, ¿de qué país?

—Ah, de Holanda. Países Bajos, ¿sabes?

—Tengo familia en Alemania ­—dice el guardia—. Hablo un poquito de alemán. ¿Tu hablas alemán?

Ja, Ich spreche ach Deutsch. In Holland spechen wir allen ein bisschen Deutsch.

Se pone a reír. —Dann sprechen wir immer Deutsch, oké? Así puedo practicar un poco.

 

Hay unos ciento cincuenta presos en el módulo de los leprosos de la población carcelaria. Eso significa que debo compartir una celda. Tendré que acostumbrarme. Catorce meses he estado conmigo mismo, y ya empiezo a echar de menos el agujero. Comparto la celda con un inglés. Cuando entré me dijo enseguida que estaba preso por posesión de porno infantil, pero que no es verdad, que es inocente, que solo encontraron unas fotos en su ordenador. Le contesté que no se preocupe, que yo no soy juez y que no le voy a condenar.

Ahora es primera hora de la mañana. Estoy esperando la alarma del control matinal. Me siento incómodo. No conozco al británico, y ahora debo pasar todos los días y noches con él. A lo mejor está pirado del todo, quiere hacerme algo mientras esté durmiendo. ¿Quién garantiza mi seguridad? También en un módulo especial pueden ocurrir cosas, ¿no? Incluso hay asesinos. Condenados a tal vez setenta u ochenta años, que no tienen nada que perder porque nunca saldrán en libertad. O después de veinticinco años, que normalmente es el máximo que cumplen.

Empieza a aullar la sirena. Son las ocho. Los guardias repasan las celdas y cuentan los presos. Después se abren las puertas. Me espero un palo para la escoba y el mocho, y un asa para el cubo. O un desayuno. Pero el inglés me dice que hemos de salir. Le sigo; todo el mundo va bajando en largas filas. A través de unas puertas anchas entro un espacio muy amplio. El comedor. En un mostrador, tipo buffet, tenemos que recoger nuestro desayuno. Nada especial, pero menos parco que en la celda de aislamiento en Málaga.

El inglés se siente con compatriotas suyos. Me busco un sitio en una de las largas mesas. No hablo con nadie, y como con la cabeza agachada sobre el plato. Esto es muy diferente. Tendré que adaptarme.

Desayuno rápido, como estoy acostumbrado. Devuelvo la bandeja y quiero subir a la celda, pero un guardia me señala otras puertas. Detrás hay mucha luz.

—¿Eres nuevo aquí? —me pregunta, sin esperar una respuesta—. Puedes salir afuera. Hasta la una, la hora de la comida.

 

Después de la comida el inglés me cuenta su historia. Bueno, lo intenta. Ni siquiera sé cómo se llama mi compañero de celda; a lo mejor lo ha dicho, pero lo he olvidado. No le pregunto nada, pues no estoy interesado en su relato, pero aparentemente necesita sacarlo. Como cuando yo quería contar mi historia a Tony King, entre extranjeros. Ahora ya no tengo necesidad de eso, ya he contado mi historia tantas veces, sobre todo en cartas.

El hombre dio clases de inglés en Oriente Medio cuando quiso coger un vuelo a Inglaterra para celebrar las navidades con su familia. Fue detenido en el aeropuerto de Dubai; sun nombre estaba en una lista de Interpol, porque había un busca y captura desde España por posesión y distribución de prono infantil.

—¿Cómo se les ocurre? —dice— Es la tontería más grande del mundo. Bullshit. Soy naturista, siempre voy a playas nudistas, también aquí en España. A veces he hecho fotos, normal, de gente en general, no solo de niños. Y como mandé esas fotos por correo electrónico me acusan ahora de pedofilia y pornografía y me extraditaron a España. Y mi familia esperando para Navidad. Para después enterarse de lo que habría hecho, del tipo de hombre que sería.

I’m sorry, mate —le digo desde mi cama. No le miro, mantengo mis ojos fijados en el techo gris—. No puedo hacer nada por ti. Tengo bastantes problemas yo mismo, así que no tengo nada de ganas de hablar de los tuyos, ¿vale? —Cojo mi libro y empiezo a leer.

 

Debo haberme quedado dormido. La sirena me despierta. Son las cinco, nos permiten dos horas más en el patio, hasta la cena de las siete. Y quien quiera puede comprar cosas en la pequeña tienda de la prisión. Sellos, latas extra para comer. Aún no sé si aquí necesitaré dinero para protegerme. Mucho no tengo. Cancelaron la prestación de minusvalidez temporal de Holanda, ya dependo de lo que me envía papá. Y él aún no sabe que estoy en Granada ahora.

Me hubiera gustado dormir un poco más. Son las mejores horas en la cárcel, cuando duermo. En mis sueños soy un hombre libre: entonces estoy en casa y hago cosas muy cotidianas. Las compras, ver la televisión, hablar con mamá, fumar juntos un porro… Veo todos los detalles, los siento, los huelo. Estoy de vuelta en Oudkarspel, no precisamente un pueblo muy animado, pero ahora me gusta. Porque salgo afuera, noto la lluvia en mi cabeza, veo el césped verde y aparto con mis pies las hojas caídas de los árboles. Revivo las cosas de mi juventud como realmente ocurrieron, o la mejor las pinto más rosa de como fueron. Pero cuando me despierto ya no hay hierba verde ni hojas que crujen bajo mis zapatos.